Hoy quiero hablar de la amistad, pero no de esa amistad representativa, fría y general. No de esa que viene en los libros de autoayuda ó de crecimiento personal, o la de esos correos constantes, que si no los mandas a quince “amigos” más, tu alma se irá al infierno. ¡No! De esa no quiero hablar.
Quiero hablar de la amistad con nombre y apellido. Esa que es muy probable que no pase de cinco personas. Esa que me hace recordar, reír y llorar. Donde yo puedo ser yo mismo y no tengo que aparentar. Donde más que amigos somos hermanos. Donde gozo con sus éxitos y lloro con sus tristezas.
Recuerdo por hay de 1960 cuando entre a la primaria del Colegio México. Ahí conocí a mi mejor amigo:
Nacho Torreblanca
Siempre en el recreo nos juntábamos una bolita de cuates, entre ellos: Gerardo López, Jorge Iturbe y por supuesto Nacho a jugar espiro (recuerdo que nos amarrábamos el suéter al puño para pegarle más fuerte). Nos reuníamos a platicar, a pasar el rato antes de que entráramos a la siguiente clase.
Una de las cosas que yo admiraba de Nacho eran sus enormes nudillos. Parecían como esos aparatos que se ponen en las manos los mafiosos de las películas, para maltratar a golpes, los rostros de sus enemigos. Eran de Nacho sus armas de pelea.
Cuando alguien tenía broncas dentro del colegio, para que no fueran a ser castigados, la solución obligada era acordar el duelo: “a la salida en Flora”. (Flora era la calle oficial de los duelos). Se corría la voz y todo mundo sabía que a la salida habría pelea. A veces yo no me enteraba del evento boxístico callejero del día y cuando a la salida pasaba por Flora y veía una bolita, me acercaba poco a poco, con la sorpresa de que era mi amigo Nacho el que se estaba peleando.
Tenía fama en la escuela de buen peleador y a veces retaba o se enfrentaba con contrincantes mucho más grandes que él. Me gustaba su compañía porque éramos audaces. Claro, él era más audaz que yo, pero siempre fui buen alumno y mi audacia no se quedaba atrás.
Cuando salimos de sexto de primaria, nos echábamos nuestros primeros cigarritos, en la esquina del colegio. Ni sabíamos darle el golpe, pero ya nos sentíamos grandes.
Ambos éramos deportistas, el un gran velocista y yo lanzador de bala, de hecho competimos una vez, en juegos nacionales.
Recuerdo su casa de Celaya No. 8, en la Colonia Hipódromo Condesa. El patio con el espiro. La maqueta enorme con el trenecito que hizo su papá. Las batallas campales en donde nos aventábamos patines de ruedas. El barandal de la escalera que nos servía de resbaladilla y el sillón debajo de ésta que nos amortiguaba las caídas desde el piso de arriba. Y por supuesto, el aguante y paciencia de su mamá.
La recuerdo con cariño. Tocaba el piano. Un piano negro y brilloso , cubierto con carpetas antiguas de flecos. Arriba del piano, en la pared, el cuadro de Beethoven que hizo su papá. Admiraba los cuadros de don Juan. Me gustaba la pintura, creo que mi abuelo José me despertó el interés por ella. Esa casa me trae bellos recuerdos de nuestra niñez, siempre amarilla, siempre acogedora, siempre de nuestra infancia.
Un día, a Nacho se le ocurrió organizar un “Safari” en el parque, no recuerdo si fue el México o el España. Con rifles de municiones y cascos de cacería, emprendimos la búsqueda de nuestras presas: los pobres pajaritos. No llevábamos mucho tiempo en la travesía cuando de repente, un señor de traje se nos acercó, nos arrebató los rifles y nos dijo que nuestros papás tendrían que ir a recogerlos en la delegación de policía. Acabo nuestro fugaz “Safari”, con el regaño de don Juan.
Otro recuerdo del parque fue una vez que estábamos con las bicicletas, y de repente muchos tipos nos rodearon. Sacaron una pistola, me la pusieron en la sien y a Nacho entre varios, lo golpearon. ¡Teníamos un coraje!, ¡una impotencia!, porque la verdad eran muchísimos los agresores. Nos encaminamos al despacho para contarles lo sucedido, pero cuando regresamos al parque, ya no había nadie.
Ese parque, lleno de recuerdos, de paseos en bicicleta, de amigas, de “Safaris”…
Imagínense si éramos inquietos de niños, de adolescentes lo fuimos más. Falsificamos, de la cartilla original de su hermano José - que era uno o dos años mayor que nosotros - y nos hicimos cartillas para todos. Las usábamos para entrar a los cines, para ver películas de adultos. Una de ellas, recuerdo fue: “Nacidos para perder”.
Otra aventura interesante, fue cuando Nacho me “invito” mi primera experiencia sexual. Tendría como trece o catorce años. Levantamos una prosti gorda y fea, tal vez de las calles de Juanacatlán, no lo sé de cierto, y me la lleve a un hotel. Sólo recuerdo: Media luz. Un brassier negro sin quitar, porque la mujer gorda tenía gripa. Una revista que ella leía mientras yo experimentaba mi primera vez. Afuera un poste solidario me aguardaba, para acompañar mis lágrimas adolescentes y Nacho mi amigo, que me esperaba en el coche.
Hablando de la audacia de Nacho (que era más que la mía), un día, ya tarde, se atrevió a sacar el coche de su papá para irme a dejar a mi casa. Todo iba bien, lo malo fue que sus papás llegaron antes que él, y le pusieron una regañiza.
Recuerdo que a veces andábamos en un vocho negro, que lo usaban en el despacho para la cobranza. Fue tal vez nuestro primer coche de correrías adolescentes.
Fueron muchas las veces que salimos de paseo y aventura. Crecimos vecinos en nuestra infancia, adolescencia y juventud. Llegamos a la universidad juntos, en la carrera de Contaduría Pública de la Ibero, allá en Churubusco. Sí, la que se cayó. Sólo fue un año, porque descubrí que no era mi carrera y me di de baja.
Unos años más tarde, me case. Nuestros caminos se dividieron, porque cada uno tenía su mundo, su familia, sus intereses. Llegaron los hijos, y posteriormente los hijos de los hijos. También se fueron algunos: su mamá, y con ella su música de piano y su pintura. Mi papá (que llegó a ser también amigo de Nacho). Le lloramos juntos al viejo, afuera del hospital ABC y después en Gayosso.
Y paso el tiempo sin vernos. Sólo había las permanentes llamadas en los cumpleaños y nada más. Pero la vida es así, caprichosa e inexplicable.
Hoy, a cuarenta y ocho años de distancia, con canas, con nietos, con alguna que otra arruguita, la amistad sigue inconmovible. El cariño se siente de antaño igual. El tiempo no pasa con la amistad - se estaciona, a veces en lugar prohibido - pero se queda quieta y aguarda.
No importa que nos hayamos conocido cuando teníamos seis o siete años y ahora contemos con cincuenta y tantos. No importa que haya habido largos lapsos de lejanía. La amistad se da en nuestras almas y ellas no tienen edad. Por eso, en nuestros abrazos de hoy, refrendamos nuestra amistad de siempre.
Y para mi, el Nacho abuelo de hoy, seguirá siendo el Nacho con nudillos grandes que se peleaba a la salida del colegio, en “Flora”. Seguirá siendo, el mismo Nacho de recuerdos y correrías, el mismo Nacho de hoy.
Gracias por tu amistad de ayer, de hoy y de siempre.
Tu amigo Luis Miguel
(Alias Miguel)
Quiero hablar de la amistad con nombre y apellido. Esa que es muy probable que no pase de cinco personas. Esa que me hace recordar, reír y llorar. Donde yo puedo ser yo mismo y no tengo que aparentar. Donde más que amigos somos hermanos. Donde gozo con sus éxitos y lloro con sus tristezas.
Recuerdo por hay de 1960 cuando entre a la primaria del Colegio México. Ahí conocí a mi mejor amigo:
Nacho Torreblanca
Siempre en el recreo nos juntábamos una bolita de cuates, entre ellos: Gerardo López, Jorge Iturbe y por supuesto Nacho a jugar espiro (recuerdo que nos amarrábamos el suéter al puño para pegarle más fuerte). Nos reuníamos a platicar, a pasar el rato antes de que entráramos a la siguiente clase.
Una de las cosas que yo admiraba de Nacho eran sus enormes nudillos. Parecían como esos aparatos que se ponen en las manos los mafiosos de las películas, para maltratar a golpes, los rostros de sus enemigos. Eran de Nacho sus armas de pelea.
Cuando alguien tenía broncas dentro del colegio, para que no fueran a ser castigados, la solución obligada era acordar el duelo: “a la salida en Flora”. (Flora era la calle oficial de los duelos). Se corría la voz y todo mundo sabía que a la salida habría pelea. A veces yo no me enteraba del evento boxístico callejero del día y cuando a la salida pasaba por Flora y veía una bolita, me acercaba poco a poco, con la sorpresa de que era mi amigo Nacho el que se estaba peleando.
Tenía fama en la escuela de buen peleador y a veces retaba o se enfrentaba con contrincantes mucho más grandes que él. Me gustaba su compañía porque éramos audaces. Claro, él era más audaz que yo, pero siempre fui buen alumno y mi audacia no se quedaba atrás.
Cuando salimos de sexto de primaria, nos echábamos nuestros primeros cigarritos, en la esquina del colegio. Ni sabíamos darle el golpe, pero ya nos sentíamos grandes.
Ambos éramos deportistas, el un gran velocista y yo lanzador de bala, de hecho competimos una vez, en juegos nacionales.
Recuerdo su casa de Celaya No. 8, en la Colonia Hipódromo Condesa. El patio con el espiro. La maqueta enorme con el trenecito que hizo su papá. Las batallas campales en donde nos aventábamos patines de ruedas. El barandal de la escalera que nos servía de resbaladilla y el sillón debajo de ésta que nos amortiguaba las caídas desde el piso de arriba. Y por supuesto, el aguante y paciencia de su mamá.
La recuerdo con cariño. Tocaba el piano. Un piano negro y brilloso , cubierto con carpetas antiguas de flecos. Arriba del piano, en la pared, el cuadro de Beethoven que hizo su papá. Admiraba los cuadros de don Juan. Me gustaba la pintura, creo que mi abuelo José me despertó el interés por ella. Esa casa me trae bellos recuerdos de nuestra niñez, siempre amarilla, siempre acogedora, siempre de nuestra infancia.
Un día, a Nacho se le ocurrió organizar un “Safari” en el parque, no recuerdo si fue el México o el España. Con rifles de municiones y cascos de cacería, emprendimos la búsqueda de nuestras presas: los pobres pajaritos. No llevábamos mucho tiempo en la travesía cuando de repente, un señor de traje se nos acercó, nos arrebató los rifles y nos dijo que nuestros papás tendrían que ir a recogerlos en la delegación de policía. Acabo nuestro fugaz “Safari”, con el regaño de don Juan.
Otro recuerdo del parque fue una vez que estábamos con las bicicletas, y de repente muchos tipos nos rodearon. Sacaron una pistola, me la pusieron en la sien y a Nacho entre varios, lo golpearon. ¡Teníamos un coraje!, ¡una impotencia!, porque la verdad eran muchísimos los agresores. Nos encaminamos al despacho para contarles lo sucedido, pero cuando regresamos al parque, ya no había nadie.
Ese parque, lleno de recuerdos, de paseos en bicicleta, de amigas, de “Safaris”…
Imagínense si éramos inquietos de niños, de adolescentes lo fuimos más. Falsificamos, de la cartilla original de su hermano José - que era uno o dos años mayor que nosotros - y nos hicimos cartillas para todos. Las usábamos para entrar a los cines, para ver películas de adultos. Una de ellas, recuerdo fue: “Nacidos para perder”.
Otra aventura interesante, fue cuando Nacho me “invito” mi primera experiencia sexual. Tendría como trece o catorce años. Levantamos una prosti gorda y fea, tal vez de las calles de Juanacatlán, no lo sé de cierto, y me la lleve a un hotel. Sólo recuerdo: Media luz. Un brassier negro sin quitar, porque la mujer gorda tenía gripa. Una revista que ella leía mientras yo experimentaba mi primera vez. Afuera un poste solidario me aguardaba, para acompañar mis lágrimas adolescentes y Nacho mi amigo, que me esperaba en el coche.
Hablando de la audacia de Nacho (que era más que la mía), un día, ya tarde, se atrevió a sacar el coche de su papá para irme a dejar a mi casa. Todo iba bien, lo malo fue que sus papás llegaron antes que él, y le pusieron una regañiza.
Recuerdo que a veces andábamos en un vocho negro, que lo usaban en el despacho para la cobranza. Fue tal vez nuestro primer coche de correrías adolescentes.
Fueron muchas las veces que salimos de paseo y aventura. Crecimos vecinos en nuestra infancia, adolescencia y juventud. Llegamos a la universidad juntos, en la carrera de Contaduría Pública de la Ibero, allá en Churubusco. Sí, la que se cayó. Sólo fue un año, porque descubrí que no era mi carrera y me di de baja.
Unos años más tarde, me case. Nuestros caminos se dividieron, porque cada uno tenía su mundo, su familia, sus intereses. Llegaron los hijos, y posteriormente los hijos de los hijos. También se fueron algunos: su mamá, y con ella su música de piano y su pintura. Mi papá (que llegó a ser también amigo de Nacho). Le lloramos juntos al viejo, afuera del hospital ABC y después en Gayosso.
Y paso el tiempo sin vernos. Sólo había las permanentes llamadas en los cumpleaños y nada más. Pero la vida es así, caprichosa e inexplicable.
Hoy, a cuarenta y ocho años de distancia, con canas, con nietos, con alguna que otra arruguita, la amistad sigue inconmovible. El cariño se siente de antaño igual. El tiempo no pasa con la amistad - se estaciona, a veces en lugar prohibido - pero se queda quieta y aguarda.
No importa que nos hayamos conocido cuando teníamos seis o siete años y ahora contemos con cincuenta y tantos. No importa que haya habido largos lapsos de lejanía. La amistad se da en nuestras almas y ellas no tienen edad. Por eso, en nuestros abrazos de hoy, refrendamos nuestra amistad de siempre.
Y para mi, el Nacho abuelo de hoy, seguirá siendo el Nacho con nudillos grandes que se peleaba a la salida del colegio, en “Flora”. Seguirá siendo, el mismo Nacho de recuerdos y correrías, el mismo Nacho de hoy.
Gracias por tu amistad de ayer, de hoy y de siempre.
Tu amigo Luis Miguel
(Alias Miguel)
3 comentarios:
Que' vacia seria la vida sin estos tipos de amistades. Gracias por compartir esta historia.
Por como los veo, la vida no se ha acabado; ojalá y puedas seguir acumulando aventuras con ese personaje que te es tan entrañable.
Gracias a la vida que me ha dado tanto, me dió a los amigos: a la gringa vieja y a silvestre.
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