Ayer fui a una despedida, pero no de soltera, fue a un adiós para una tía muy querida. Se llamaba Ana Julia Pirsch Mirus y desgraciadamente en sus últimos tres o cuatro años, la enfermedad la acompañó sin tregua. Esa ya no era vida, recluida en su casa y conectada al oxigeno las 24 horas el día, y con su esposo enfermo al lado. Yo creo que la mayoría de la gente no le tememos a la muerte, sino a la enfermedad. Cuando de oídas nos enteramos de muertes estando dormidos, morir por un infarto fulminante, en una corta y rápida enfermedad, o algo parecido, nos dan ganas de terminar así, es como alguien decía: “…y se fue, como cuando una vela se va apagando poco a poco”, pero desgraciadamente con mi tía no fue el caso. Cuando me enteré del fallecimiento, hasta di gracias a Dios porque había terminado su sufrimiento.
Hoy en día se vive muy longevamente, tengo parientes y amigos en los noventa, que cuentan que sus padres murieron a los sesenta y tantos años, una diferencia, en sólo dos generaciones, de aproximadamente treinta años. Treinta años que hoy tenemos que aprender a vivir en circunstancias a veces un tanto desfavorables. Porque sabemos que no siempre viviremos con una pensión desahogada, en una casa propia y con salud razonable. Es probable que un bastón nos acompañe y si bien nos va, hasta un hijo o quizás un sobrino. Sienten los mayores que causan molestias y lástima, porque hoy en día la vida se vive con rapidez, belleza y juventud, y los viejos no tienen cabida en este escenario. Creo que en parte tienen razón, la sociedad en su mayoría los hemos hecho sentir así, sin darnos cuenta que todos vamos para allá.
Vamos a “borrar” por un momento estos cuatro años de Ana Julia y vayamos al pasado, con una Ana Julia alegre, intensa, activa, inteligente, visionaria, amorosa, una gran mujer. Hay un sentimiento muy bello que se llama admiración, y yo lo tuve por ella. La admiré como persona, como mujer (adelantada a su época), como ejecutiva (con una carrera exitosa en la Ford), como viajera y como tía.
Ana Julia tuvo un papá alemán (Pisrch) y debido a esto pudimos conocer y vivir una tradición de la cultura germánica llamada “El Conejo de Pascua”. Yo no lo sabía, (me lo dijo la Enciclopedia Wikipedia) pero existe una leyenda cristiana infantil sobre este conejo: Cuando Jesús estaba en el sepulcro, un conejo se había metido asustado a la cueva con él, por el gran alboroto que había. Permaneció ahí hasta que finalmente presenció la resurrección de Jesús. Como él sabía que el huevo era el símbolo universal de la vida, empezó a pintar muchos de ellos y a esconderlos en los matorrales, bosques y praderas para que los niños los encontraran y supieran de la resurrección de Jesús. Por cierto que esta leyenda Ana Julia no se la sabía, ya que hasta de grande nos comentó que iba a buscar el significado de los huevos de pascua. ¡Ya lo sabes Ana Julia!
En mis tiempos quien hacía las veces del conejo pintor, era principalmente mi papá. Meses antes del Domingo de Pascua se juntaban cientos de cascarones de huevo para ser pintados de diferentes colores y figuras. Fue bonito porque se juntaba toda la familia y cada uno hacía sus “obras de arte” con los cascarones. Una vez pintados, se llenaban de dulces y con pegamento se cerraban con papel de china de colores. Como a la fiesta acudíamos varias familias la cantidad de huevos que se juntaba era impresionante. Ana Julia decoraba canastas para que los niños pudieran recolectar los huevos. Los grandes, escondíamos (creo que un día antes), todos los huevos en el jardín. Los colocábamos en las enredaderas, en los árboles, hasta en la casa de Troy, un enorme perro pastor alemán que Ana Julia tenía y la verdad me daba miedo.
Se ponía un listón rojo cerrando la entrada al jardín, para que los niños no pasaran, antes de la apertura oficial hecha por Ana Julia. Con ojitos buscones, permanecían sin entrar descubriendo el sitio en donde algunos visibles huevos resaltaban. ¡Mira ahí hay uno!, ¡Ya vi otro!, ¡Mira otro en el árbol!, ¡Papá mira!, me ayudas a subirme, se oían las voces infantiles deseosas de ya poder entrar. Ana Julia los formaba por tamaños y edades: ¡A ver niños, primero los chiquitos!, ¡No empujen!, ¿Quien falta de canasta?, ¡Yo!, gritaba un pequeñín. Los papás fotógrafos haciendo su trabajo reporteril, y hablando de fotos, Ana Julia era una excelente fotógrafa. Era una gran fiesta que nunca olvidaremos, Los niños medianos y grandes corrían a tropel para ganar la mayor cantidad de huevos, a los pequeños los papás los ayudaban. Todo mundo corría de un lado para otro buscando los coloridos huevos. Había premios para todo, (que Ana Julia compraba previamente). Premio a quién más huevos juntara, premio a quien pintaba los más hermosos, que por cierto yo alguna vez gane. Terminada la recolección, los niños se sentaban en el pasto para presumir su botín y empezar a comerse los dulces. Las niñas con sus vestidos almidonados y zapatos de charol, los niños sin fijarse en su atuendo departían alegres su triunfo.
Después seguían divertidos concursos entre niños, niñas, papás y mamás e hijos, entre papás, de saltos en sacos, salto de altura, pasar por debajo de un palo, jalar la cuerda, y por supuesto cada ganador o ganadores se llevaban bonitos premios. Los gritos y porras acompañaban la competencia, ¡Órale papá tu puedes échale ganas! , los papás se esforzaban tanto que algunos de ellos caían por el esfuerzo. Como ven la diversión era en grande. Después seguía la comida, para los niños hot Dogs, hamburguesas, papitas fritas y para los adultos no me acuerdo. (Yo era niño pre-adolescente).
Y como nada dura para siempre, llegaba su fin, los niños contentos, aunque cansados, no se querían ir, algunos bebés caían dormidos, la tarde dejaba pasar la oscura noche y cada quien enfilaba a sus casas. Sólo quedaba una sensación: esperar nuevamente al próximo año, para que la fiesta del Conejo de Pascua volviera.
Gracias Ana Julia por regalarnos tan bellos recuerdos.
Ayer junto a una tumba fría y gris, con sólo un pequeño retrato de ella encima, (por no dejar), poca gente en el velatorio, pocas flores (para ser exactos tres) y pocos llantos (para ser exactos sólo cuatro), despedíamos a la tía Ana Julia. Fue una despedida austera, sobria hasta en los sentimientos. Hubiera deseado que miles de conejos hubieran irrumpido en la sala, con canastas de coloridos huevos y esparcirlos por todo el fúnebre lugar. Lo voy a convertir con la magia de mi imaginación (como Alicia en el país de las maravillas) en una realidad coherente, entre lo que ella significó y su frugal despedida.
Adiós mi querida Ana Julia, nos vemos el las próximas pascuas en donde la resurrección nos encontrara de nuevo juntos. Felices Pascuas.
Es cuanto.